¿Cómo valora la evolución de la infancia
en las últimas décadas?
Para mí el rasgo más significativo es el control
del adulto de los más mínimos detalles en la vida del niño. Nuestra sociedad
oscila entre hacer demasiado y hacer poco. Por un lado, los cuidamos y
protegemos con una energía sobrehumana, preparamos su futuro, creamos una imagen
perfecta de lo que debe ser un “niño perfecto”, un “super-niño”. Por otro, no
somos capaces de entender lo que es disciplina. Los padres, en particular, hemos perdido la
capacidad de decir no. Pasamos mucho tiempo educando a nuestros hijos,
enseñándoles cosas, llevándolos en coche de una actividad a otra, del fútbol al
tenis o a piano, pero no el suficiente tiempo estando con ellos, simplemente estando, escuchándolos, jugando, charlando. Hay algo claustrofóbico en las relaciones con los hijos.
¿Cuáles son las causas de esta
situación?
Han confluido en ella un conjunto de tendencias
históricas. Una de ellas es la globalización de la economía. El mercado de
trabajo es ahora más inestable. Antes los empleados eran para toda la vida,
salías de la universidad y te colocabas inmediatamente. La incertidumbre genera
mucha ansiedad y esto se manifiesta en un impulso por equipar a los niños para
el futuro, que resulta excesivo. La incertidumbre y la ansiedad están en los
discursos políticos, en las conversaciones de los padres, en las escuelas. Y la
cuestión es cómo equipar a los hijos y con qué. La segunda tendencia es la
cultura del consumismo, que ya existía en el siglo XX, pero que ha alcanzado su
apoteosis en los últimos años, infectando todos los rincones de nuestra cultura
y colonizando nuestras vidas. El consumismo aumenta las expectativas, nos
impulsa a quererlo todo perfecto. Queremos dientes perfectos, cuerpos perfectos,
una cocina perfecta, perfectas vacaciones y también un hijo perfecto que encaje
en la familia perfecta. No es suficiente que un niño juege dando patadas a un
balón. Tiene que estar en un equipo y si es posible en la liga. Es todo o
nada.
Luego están los cambios
demográficos…
Sí, las familias de hoy son las más pequeñas de
la historia. Nos casamos a edad avanzada y las mujeres son madres, por primera
vez, pasados los 30 años. Todo esto genera ansiedad y preocupación. El simple hecho de
tener un hijo se convierte en algo muy importante, un esfuerzo, una inversión de tiempo y dinero. Con un único hijo, te lo juegas todo a una carta.
Nunca tienes la experiencia de lo diferentes que son los niños ni de lo limitada
que puede ser tu influencia sobre ellos. Para moldearlos, les aplicamos la
cultura del management y los resultados son que nos profesionalizamos como
padres y perdemos el contacto con nuestro instinto natural. Hay mucho miedo y
mucha presión del entorno para que lo hagamos muy bien, leamos muchos libros,
compremos juguetes muy caros, con mucha tecnología y los llevemos a actividades
con expertos, cuando, por el contrario, la ciencia nos dice que el juego, el
juego espontáneo, es lo más apropiado para desarrollar el cerebro infantil.
¿Diría que hay sólo una forma de ser niño
o varias?
La globalización nos promete aumentar nuestras
posibilidades de elección, pero en realidad las está restringiendo. Hoy puedes
dormir en el mismo hotel en Barcelona, Londres, Berlín o Tokio. La gente sigue
la misma moda en Corea del Sur y en Andalucía, escuchan música en idénticos
Ipod. Y lo mismo ocurre con la infancia, hemos creado un ideal estándar del niño
perfecto: muy organizado, muy ocupado, siempre haciendo cosas controladas y
supervidadas por adultos. Por eso escribí Bajo presión: quería poner en
cuestión la idea de un niño único. Crecer no tiene por qué ser una carrera;
algunos leerán más pronto, otros serán muy buenos jugando al fútbol y luego
perderán interes por este deporte. Cada persona tiene su propio ritmo. La vida
moderna impone a todos un ritmo muy rápido y no acepta el error ni el fracaso.
Esto crea una atmósfera de ansiedad y miedo que no es saludable. La infancia es
un espejo, refleja lo bueno y lo malo de cada sociedad.
Ese niño estandarizado, ¿no parece más
bien un adulto?
Es verdad, en cierto sentido los niños se han
“adultizado”, pero en otro están más infantilizados. Digamos que se va en las
dos direcciones. Por un lado, les presionamos para que sean adultos cada vez más
pronto: surfean en google y ven pornografía a los siete años, tienen agendas muy
apretadas. Por otro, les infantilizamos, tememos lo que pueda ocurrirles, no les
dejamos asumir riesgos, ni salir a la calle o ir solos ala escuela. Los mantenemos en una burbuja. La infancia se ha vuelto demasiado valiosa
para dejársela a los niños; queremos controlar, medir, mejorar. La
infantilización y el management son dos aspectos de lo mismo. Antes de la
aparición de la escuela, los niños eran muy adultos.
Que no existe en otras partes del
mundo…
Efectivamente, los niños de la calle en Brasil o
India llevan vidas de adultos, aunque también son niños. Necesitan satisfacer
necesidades básicas de alimentación, salud, hogar, educación. ¿Debemos exportar
nuestro modelo de niño occidental? La respuesta es no, porque no funciona. De mi
experiencia en Sudamérica, recuerdo que tienen una chispa increíble y una
sorprendente capacidad para jugar, reír, ser independientes y crear; son muy
inteligentes, muy capaces de sobrevivir. Tienen mucho que enseñarnos. Disponen
de tiempo para vagar por las calles pero, claro, deberían ir a la escuela. Sin
embargo, hay cosas positivas en esa libertad. Hemos creado dos tipos de niños:
unos están excesivamente controlados, sobreprotegidos y consentidos, y otros no
tienen ningún control, ninguna protección y no reciben ningún mimo. Deberíamos
equilibrar la situación, dar más espacio y tiempo a los niños occidentales y más
alimentación, salud y escuela a los del tercer mundo, respetando su
libertad.
¿Cuáles son las consecuencias de este
modelo de infancia?
Las estamos viendo. Los maestros se quejan de
niños “problemáticos”, que son incapaces de resolver los conflictos porque nunca
han podido juntarse con cuatro o cinco amigos sin que un adulto dirija y
controle su juego. Así que no han desarrollado esa habilidad. En los campus
universitarios, jóvenes a quienes nunca les han permitido asumir sus
responsabilidades se sienten incapaces de enfrentarse a algo solos. Los móviles se han
convertido en el cordón umbilical más largo de la historia y los padres
continúan dirigiendo a sus hijos, incluso para elegir un empleo. Si el objetivo
de la paternidad es ayudar a los hijos a ser autónomos, estamos fracasando. Y
sin embargo, la economía necesita personas capaces de pensar libremente, de
asumir riesgos y desafíos, de emprender. ¿Cuál es el beneficio de criar una
generación que sólo sabe seguir las reglas y entrar en el molde, en lugar de
pensar fuera de él?
Una generación que no ha vivido su
infancia plenamente…
Que ha perdido la alegría de ser niño. Nos
estamos privando de ese sonido mágico que es la risa de los niños. Esa increible
capacidad infantil para jugar y sumergirse en un mundo inventado: “ver el mundo
en un grano de arena y sostener el infinito en la palma de tu mano”, como decía
William Blake. Hace poco ví una viñeta estupenda en el New Yorker
magazine. Una pareja contempla a su hijo recién nacido, y uno de ellos
dice: “¡Oh mira, va a ser abogado¡”. Es sólo un bebé, pero ya lo ven como un
proyecto. Criar a un hijo debería ser un viaje, cogerlo de la mano y decir:
“vamos a descubrir quién eres”, con todo el misterio, la incertidumbre, la
alegría y las lágrimas. Pero si decides que tu hijo irá a Oxford, será abogado y
trabajará en el City Bank, ¿dónde está la magia? Tal vez él quiera ser músico,
arquitecto o periodista. En España, una cifra record de universitarios abandonan
en el primer año de carrera. Quizás, por primera vez en su vida, pueden
plantearse: “¿quién soy yo y qué hago en empresariales?” Y descubren que quieren
ser enfermeras o fotógrafas.
¿Cómo sería una infancia
“Slow”?
Es una especie de equilibrio. No estoy abogando,
en absoluto, por el laissez faire. Los niños necesitan estímulo,
presión, competición, estructura. Pero sólo de vez en cuando, no siempre.
También necesitan espacio para explorar el mundo a su manera, a su ritmo, para
crear, inventar, incluso para aburrirse. Hoy nos aterroriza el aburrimiento.
Vivimos en una “cultura del hacer” que no contempla la posibilidad de ir
despacio, de parar, incluso de no hacer nada. Estamos continuamente ocupados,
corriendo en pleno ruido electrónico. Nadie disfruta de unos momentos de
silencio. Esto crea una presión artificial, innecesaria. Se necesita tiempo para
mirar hacia dentro, a tus propios recursos, para atravesar el aburrimiento y
crear. También los adultos necesitamos relajarnos, repensar nuestra relación con
el tiempo. Cuando reducimos la velocidad, somos capaces de sentir con mayor
claridad. Y si sientes más, piensas y te angustias menos.
¿Qué hace usted cuando tiene
prisa?
Antes solía ir siempre corriendo y mirando el
rejoj. Ahora aún hago muchas cosas deprisa, pero ya no me estreso. Y si me
sucede alguna vez, me paro y me digo a mi mismo ¿por qué vas tan rápido? ¿lo
necesitas realmente o te han contagiado el virus de la prisa? Y si no hay
ninguna razón, simplemente reduzco la velocidad. Es muy diferente y haces muchas
más cosas. La paradoja de ir más despacio es que te vuelves mucho más
productivo. El cerebro humano sólo puede concentrarse adecuadamente en una cosa
cada vez. Intentar hacer varias, al mismo tiempo, es ineficiente e
improductivo.
¿La tecnología acelera nuestras
vidas?
En realidad, la tecnología es una herramienta muy
útil, una fuente de información y conocimiento increíble. Pero se convierte en
un problema cuando los niños pasan seis o siete horas diarias delante del
ordenador. Algunos tienen 400 amigos en Facebook, y ni uno solo para ir a jugar
al parque. Hay que encontrar el equilibrio.
Una tarea difícil. Muchos padres y
educadores ya han tirado la toalla.
Es algo nuevo, aún estamos creando protocolos para usar mejor la tecnología. Pero hay que poner límites. Los niños
necesitan jugar de verdad, no con la Nintendo; necesitan amigos reales.
Reflexionemos sobre la forma en que utilizamos la tecnología en la familia y en
la escuela. Seguro que podemos hacer algo. Pongo un ejemplo, aunque no tenga
relación con la infancia. El primer ministro inglés, David Cameron, en la
primera reunión de su gabinete, prohibió el uso de Smartphones, móviles, Ipod,
Blackberrys, etc. Sin aparatos, las sesiones son más creativas y productivas. Y
si los ministros, todos hiperactivos, personalidades tipo A, adictos al
Blackberry, quirúrgicamente conectados al Iphone, son capaces de apagarlos
durante dos horas, ¿cómo no vamos a poder hacerlo en la escuela?
¿Los profesores ven también a los niños
como proyectos?
El sistema escolar forma parte
de una sociedad muy controladora que no deja espacio para descubrir quién eres
realmente, para crear. Hay continuos exámenes, calificaciones y datos que
memorizar.
Pero una escuela sin exámenes…
Los exámenes responden a las
necesidades de control, de certidumbre. A los políticos les encantan las cifras,
las comparaciones, las clasificaciones: tal número de niños españoles ha
obtenido tales resultados. Y puede ser muy útil, pero son una herramienta
limitada. Crean una especie de ilusión, cuando en realidad no dicen mucho sobre
las habilidades y aprendizajes reales. En los últimos años, la escuela se ha
obsesionado con las evaluaciones, como si fuesen la única medida del valor de
los alumnos. Y la presión empieza ya a los seis años. Pasamos demasiado tiempo
clasificándolos en grupos de habilidad, seleccionando a los mejores, cuando los
niños evolucionan a diferentes ritmos, cambian de un año para otro.
La escuela debe abrir las mentes en lugar de
cerrarlas, exponer a los niños al mayor número de ideas, de formas de pensar, a
los mejores conocimientos. Enseñarles a amar el aprendizaje, a interesarse por
las cosas, a hacer preguntas y ser curiosos. Ayudar a cada niño a encontrar su
camino, a descubrir sus gustos y sus capacidades. Necesitamos una escuela
abierta que ofrezca a todos las mismas oportunidades. No creo que su función sea
formar a los chicos para los mejores empleos. Eso viene más tarde. Deberíamos
preparar al mayor número de personas para que realicen todo su potencial, que
sean capaces de pensar creativamente, de trabajar en grupo, en red, de resolver
problemas de manera interdisciplinaria.
Hace unos meses, en Canadá, abrieron la primera
guardería al aire libre, algo como un jardín secreto que vas a visitar. Hay que
tener en cuenta que allí las temperaturas pueden bajar hasta menos 20 grados. El
año pasado, Toronto se convirtió en el primer estado de Norteamérica que ha
impuesto límites estrictos a los deberes en todos los cursos. Y otros estados se
están planteando hacer lo mismo. Aquí en Inglaterra, el ministro de educación se
propone dar más libertad a las escuelas y a los profesores. En todas partes, los
padres crean grupos para reflexionar sobre la forma de educar.
Puede ser, pero la crisis también influye. Con
menos dinero, las familias comen más en casa, compran menos juguetes
tecnológicos, gastan menos en actividades extraescolares. Y hay una especie de
movimiento cultural del que mi libro forma parte. Algunas personas me escriben
diciendo que lo están utilizando para repensar su escuela o su familia… Es
agradable sentir que lo que escribes tiene un efecto, una inspiración en la gente.
Estilo de vida Slow.
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