Hoy he salido a la terraza con un canasto de ropa para tender y he sentido, por primera vez en este año, el otoño al lado mío.
Iba descalza como siempre y el frío de las baldosas me ha erizado la piel, así que mi primer impulso ha sido dar media vuelta y entrar en casa a ponerme algo en los pies.
Y he estado a punto de hacerlo, pero entonces he recordado el proverbio zen que dice «Al caminar, camina; al comer, come» y he decidido no moverme ni un milímetro.
Hacía frío, sí, y un poco de viento, y los rayos del sol que suelen iluminar estas tierras habían desaparecido detrás de una espesa neblina que todo lo cubría.
Pero lejos de sentirme paralizada por las bajas temperaturas, el hecho de aceptarlas, abrazarlas y hacer las paces con ellas ha activado mis sentidos y, de alguna forma sutil, me ha devuelto a la vida.
El frío me ha permitido apreciar el calor de mi aliento.
El viento ha traído a mis oídos el sonido de las ramas de la palmera del vecino, agitándose ligeramente, y me ha dejado ver, por fin, el nido de la urraca que tiene allí su nido. Y la luz cenicienta parecía invitarme a ver el mundo en escala de grises, a salir del simplismo en blanco y negro por el que demasiado a menudo buceo.
Me he rendido al frío. Me he rendido al viento. Me he rendido a la luz agrisada. Y he sentido que rendirse, a veces, no es someterse.
¡Bienvenido otoño! Te estaba echando de menos.
Lola Mayenco.
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