Por eso la persona, al final de su vida terrestre, entra a menudo en un profundo estado de angustia y se siente desamparada o perdida.
¿Qué hacer para que los acompañantes del que va a partir permanezcan serenos? ¿Cómo responder a las preguntas de quien está a punto de abandonar este plano sin herir ni mentir?
¿Qué actitud tomar para no sentirse invadido ante algunas emociones?
¿Qué nos permite transformar esta espera en una fiesta de liberación del alma?
Está claro que, se trate de quien se trate, cada caso es distinto y hay que atravesar esta experiencia con intuición, serenidad y amor.
También parece evidente que un cierto contacto interno con la espiritualidad, facilita el proceso de abrir el corazón del que muere hacia lo eterno de su espíritu.
Lo único imprescindible es que quien le acompaña en esos momentos en que su alma va a emprender el vuelo y liberarse de las ataduras del cuerpo físico, conozca su propia historia personal, que haya conquistado una mirada positiva y tenga una clara comprensión de la obra de teatro que es la vida.
El acompañante ha de ser humilde, sencillo, reconocer la chispa divina en el otro, y saber vivir en el puro presente.
Que nacer y morir son etapas muy breves en la eternidad del camino del alma; que todos los que vuelven de la clara luz, reportan una transformación radical en sus vidas; que el sufrimiento aceptado deja de doler y se transforma en una fuente de transmutación,
que cerca de la muerte, cuando se ha dejado caer toda la arrogancia,se descubre verdaderamente lo que es Vivir.
Es el momento de limpiar de un plumazo lo que está emocionalmente agarrotado en la historia personal; desapegarse, despedirse, perdonar, agradecer …
En la India, un hombre joven está sentado desde la mañana ante la hoguera en que arde el cuerpo de su padre.
No oculta la muerte sino que la mira de frente.
A la tarde todavía hay cenizas enrojecidas que brillan en contacto con la brisa que llega del Ganges.
Entonces el encargado le trae un jarrón lleno de agua.
El hombre reúne las cenizas en un montón, preparándose lentamente para la última etapa del ritual.
Mira las cenizas y se despide de su padre para que vuele en libertad.
Se gira y se le pone el jarrón o el ánfora de agua sobre el hombro.
Entonces lo acaricia un momento y con un gesto lento deja caer el jarrón detrás de él.
El último lazo que unía al padre con el hijo o mejor con la familia ha sido cortado, simbolizado por el ánfora rota a su espalda.
Las dos vidas se han separado definitivamente a nivel terrestre.
No más vínculos familiares. Es libre y no tenemos ningún derecho a pedirle que siga aquí.
Inmenso respeto por la vida y la muerte.
Los que se quedan se detienen a la puerta del misterio, dejando al ser que fue su padre avanzar por su nuevo camino.
Un ser que sabe que deja la vida intacta detrás de él y que seguirá su curso por sí misma. El hijo desaparece en el horizonte, dejando en el lugar un profundo sentimiento de paz.
Emilio Fiel.
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