Algo que me ha intrigado en los años que llevo en el mundo del crecimiento personal es por qué grandes autoridades científicas y reconocidos maestros espirituales, en momentos determinados, pierden la compostura y sus comportamientos se alejan de lo que se podía esperar de una persona trabajada si no trascendida.
A pesar de la admiración que me producen sus obras y de lo mucho que sé que ayudan a otras personas, he terminado dándome cuenta de que todas las propuestas para “vivir desde el corazón” o “iluminar la mente” necesitan ir acompañadas de algún cimiento que las arraigue cuando el suelo se tambalea.
¿Y cuál es el suelo de nuestra mente y nuestro corazón? Pues algunos dirían que el cuerpo, pero yo prefiero decir que es el animal con el que vivimos.
Porque son las necesidades de este animal las que hacen tambalear los muros de nuestros pequeños logros psicológicos y espirituales.
Nuestro cuerpo es como una "mascota" que fue entrenada durante nuestra infancia y que, puede llegar a tener muy mal genio y darnos miedo, o estar tan consentida que tiraniza a sus propietarios.
Aunque durante nuestra maduración como adultos aprendemos a manejar al animal y sacarle partido, hay momentos, en los que sin darnos cuenta, no responde y se da la vuelta a la tortilla.
Entonces el animal toma el poder y nuestra única opción es argumentar nuestros comportamientos para mantener inalterada la imagen de nosotros mismos. Algo que habitualmente hacemos acompañado de abruptas respuestas emocionales.
Por ejemplo, hay personas que cuando sienten que ha llegado la hora de comer interrumpen cualquier cosa que estén haciendo.
O amigos con los que has quedado para pasar un buen rato y que te hacen sentir invisible cuando se cruza en su camino algún ejemplar apropiado para el rito del apareamiento.
U otros amigos con los que es casi imposible quedar a solas porque están siempre rodeados de gente y con la agenda llena de citas y compromisos.
Todos ellos nos darían largas y encendidas explicaciones de por qué atender su necesidad de comer, de acercarse a la persona que le atrae o de mantener una enorme vida social es algo tan importante para ellos.
Tan importante que no pueden pensar en otra cosa.
¿Somos o no somos en ese momento esclavos de nuestro animal? ¿Está o no está la mente a su servicio para justificar (ani-mala-mente) sus irrenunciables exigencias?
El motivo fundamental para ello es que consideramos que estos comportamientos forman parte de nuestra manera de ser. Estamos identificados con esos patrones concretos con los que manejamos nuestras necesidades más básicas e inconscientemente sentimos que si no nos comportamos así no lograremos vivir bien.
A esto es a lo que llamo nuestra identidad instintiva, y que conforma uno de los programas más potentes de nuestro inconsciente que necesitamos hacer aflorar si queremos avanzar en el desarrollo de nuestro potencial como seres humanos.
Nuestra identidad instintiva se basa principalmente en dos pilares: el instinto ciego y el instinto dominante*.
El instinto ciego son las necesidades instintivas que durante nuestro adiestramiento infantil aprendimos a temer y que hemos convertido en necesidades que no nos atrevemos o no sabemos satisfacer. Y aunque anhelamos una satisfacción plena, nos conformamos con poco o nos decimos que no merece la pena dedicarles tiempo y energía.
Nos convertimos en cenicientas que se dicen a sí mismas que el baile es para las hermanastras y que su sitio está entre la escoba y los fogones. Y tiene que pasar algo mágico para que nos atrevamos a lanzarnos a experimentar entre los brazos del príncipe azul.
El instinto dominante, al contrario, está formado por las necesidades instintivas que durante nuestro adiestramiento infantil aprendimos a priorizar, por los que empleamos en ellas casi todo nuestro tiempo y energía.
Somos insaciables en estos ámbitos, no en vano Claudio Naranjo las llama nuestras necesidades neuróticas, y por eso son las más fáciles de identificar puesto que generan tres perfiles de comportamiento muy diferentes.
Las personas que tienen el instinto de supervivencia dominante se emplean en satisfacerlo a través de todo tipo de comodidades, recursos materiales, tratamientos,… Están pendientes de su bienestar en todo momento y no descuidan ni la alimentación, ni el abrigo, ni las horas de sueño, ni las visitas al médico ante cualquier síntoma ni la economía que les permite mantener todo esto.
Las personas que tienen el instinto sexual dominante se preocupan de estar preparadas, resultar atractivas, y de mejorar y resaltar sus atributos necesarios para conseguir sus objetivos (no necesariamente sexuales). Son capaces de mantenerse concentrados en una meta hasta conseguirla sacrificando su bienestar y sus relaciones sin casi darse cuenta de ello.
Las personas que tienen el instinto social dominante necesitan sentir que tienen un papel en el grupo y dedican su energía a cuidarlo y mantenerlo en funcionamiento. Son afables y resultan populares, siendo capaces de hacer para el grupo lo que no son capaces de conseguir para sí mismos.
Como necesidades neuróticas que son, si nos dejamos llevar por ellas terminamos cayendo en la patología, como podemos ver en el personaje de Glenn Close de “Atracción fatal” (sexual dominante) o en el Sr. Scrooge de “Canción de Navidad” (supervivencia dominante), en los que la neurosis llega a tal punto que resulta imposible la satisfacción, nunca tenemos suficiente.
Trabajar con la identidad instintiva es en primer término descifrar nuestra propia combinación de patrones e indagar en cómo se formó, principalmente en función de las identidades de nuestros padres.
Después, hay que aprender a equilibrar las dos tendencias opuestas: el ciego y el dominante, comprendiendo los miedos inconscientes que sostienen cada uno de ellos y aprendiendo a estar presente en nuestras necesidades de cada momento.
Así, empezamos a entrar en buena relación con nuestro animal y dejamos de maltratarlo. Sabemos cómo premiarlo y cómo pedirle esfuerzos, y aprendemos a cuidarlo y respetarlo.
Porque si no, nuestro cuerpo se comportará como un caballo desbocado cada vez más difícil de frenar o como un toro resabiado. Uno de esos animales con el que ni siquiera se atreven los maestros más expertos y que, como no sirve para el arte y la fiesta, es mejor sacrificar.
Pedro Espadas.
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