4 de diciembre de 2014

OTRA FORMA DE CELEBRAR LA NAVIDAD.

Los antropólogos lo saben muy bien; al fin y al cabo, los seres humanos llevamos celebrando los días previos a la llegada del solsticio de invierno desde al menos 30.000 años. 

Los círculos de piedra de Stonehenge fueron diseñados para determinar la fecha exacta del comienzo del invierno e historias de culturas muy diferentes, nos hablan de madres vírgenes que paren niños luminosos y sagrados: Anahita a Mithra, Isis a Horus, Deméter a Perséfone y María a Jesús.


Pero las celebraciones del solsticio no son sólo cosa del pasado: hoy en día, muchos pueblos continúan celebrando de forma especial esta época del año.
Los judíos, por ejemplo, evocan la conquista de la luz encendiendo de forma progresiva todas las velas del candelabro judío durante la fiesta de Janucá, en un gesto con el que conmemoran un milagro que sucedió hace más de dos mil años.

Los indios hopi norteamericanos consideran que el solsticio de invierno, marca el inicio de un periodo de purificación a través del cual intentan lograr la paz interior necesaria para sentirse más a gusto consigo mismos y con todo lo que les rodea.
Y los iranís celebran la noche del 21 de diciembre sentándose con sus familias alrededor de una mesa con brasero y comen sandía y granadas, ya que los tonos rojos de estos frutos simbolizan el sol y el fuego.

En los países de tradición cristiana, estas celebraciones de la luz del solsticio coinciden con el tiempo de preparación para conmemorar el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios pero también un hombre que predicó el amor al prójimo y que ejemplificó como pocos la victoria de la luz interior sobre la oscuridad y el miedo.

Se trata de un acontecimiento que cambió no sólo el curso de la historia, sino el día a día de millones de personas, de modo que es normal que muchos quieran conmemorarlo. 
Este tiempo de preparativos se llama Adviento, una palabra de origen latino que significa “llegada”, y dura cuatro semanas, iniciándose el cuarto domingo anterior al nacimiento.

El Adviento es un ritual importante de una de las principales religiones del mundo, no obstante, pocas personas están al tanto de la profundidad de los significados de este periodo del año, lo cual es una lástima porque todo el mundo, y no sólo los cristianos, podríamos enriquecernos de la experiencia de vivir con más conciencia.

En mi opinión, las cuatro semanas de la celebración son una oportunidad perfecta para prestar atención a las maravillas de nuestro día a día y centrarnos en lo esencial y lo interno, así que voy a repasar algunos de sus símbolos. Hoy empiezo con uno de mis favoritos: la corona del Adviento.
Es una oportunidad perfecta para cultivar la propia luz, independientemente de nuestras creencias espirituales y religiosas. Y hoy vamos a hablar de cómo el calendario de Adviento nos puede ayudar a conseguirlo.

Para empezar, es importante darse cuenta de que estamos ante un calendario, ante un objeto que evoca el paso del tiempo. En este sentido, el calendario de Adviento nos recuerda lo esencial que es el proceso, el camino, y nos ayuda a no mirar sólo el final, el destino.
El calendario de Adviento también nos ayuda a apreciar las pequeñas cosas, ya que en sus compartimentos no cabe nada grande. Esto nos invita a mirar a nuestro alrededor para encontrar detalles bonitos o a usar la imaginación para proponer actividades que puedan interesar a los niños (y a los adultos, por supuesto).
En nuestra familia, por ejemplo, ya hace un par de años que los Gnomos responsables del calendario de Adviento alternan los pequeños regalos con unas tarjetitas en las que escriben, a mano, propuestas que saben que van a entusiasmar a mis hijos: les parece que los dulces no son muy sanos, que en Reyes ya reciben juguetes suficientes, pero sobre todo lo hacen porque les gusta sorprenderles. 
Sea como sea, lo importante es que mis hijos se levantan cada mañana de lo más emocionados y van directos al calendario para ver qué es lo que los Gnomos les sugieren. 
Ellos ya saben que lo importante del Adviento es crecer como personas, disfrutar más del tiempo en casa y del amor de la familia y los amigos.
Desde este punto de vista, la Navidad debería ser una fiesta lenta, que preparamos durante mucho tiempo, y no sólo una celebración puntual, que llega y se va como un suspiro. 

El pesebre no debería ser algo estático y fijo que aparece ya montado durante los primeros días de diciembre, sino un jardín que crece con el paso del tiempo y que evoca, de una manera muy simplificada, la creación del mundo tal y como la conocemos.
En este sentido, el primer domingo de Adviento deberíamos preparar el espacio donde vamos a hacer crecer nuestro jardín, poniendo elementos que evoquen la tierra y el cielo. 
El segundo domingo de Adviento sería el momento de celebrar las plantas, para lo cual podríamos añadir unas ramas, cortezas, piñas o cualquier elemento asociado con este reino.
El tercer domingo recordaríamos a los animales, poniendo animales de juguete, unas plumas, lana cardada y, para representar su comida y los cuidados que necesitan, un poco de heno o un puñado de semillas.
El cuarto y último domingo serían los seres humanos los que llegarían al jardín. En un contexto no cristiano pondríamos fotos, símbolos o algo que nos inspire o nos guíe.
Como vemos, cuando ponemos en el pesebre cosas llenas de significado, éste alegra nuestro corazón y llena nuestra alma del auténtico espíritu navideño. 

Por un lado, el pesebre nos da la oportunidad de repasar los orígenes del universo y de nosotros mismos, y de hacerlo no con palabras, sino con símbolos. Por otro, entendemos que no estamos solos en el mundo, ya que todo está interrelacionado: la tierra y el cielo, las piedras y plantas, los animales y los seres humanos. Recordamos que debemos amar las cosas pequeñas en cuanto vemos al bebé durmiendo en su cuna. Y admirando el brillo de la estrella polar sentimos que se renuevan nuestras esperanzas: la luz puede vencer a la pobreza, el sufrimiento, la soledad y el miedo.
Sólo tenemos que encontrar nuestra propia estrella…
Lola Mayenco.


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